Data: 2023-06-15 21:32
La trascendencia no puede insertarse en una existencia singular, siendo como es el estallido, la pura sacudida que rompe y destruye, al fundarla, toda existencia y toda singularidad ; la nada (néant), la obra interna del ser, el movimiento que disuelve toda efectividad y que la hace ser en esta misma disolución. La nada que excava la brecha (eso que hemos llamado horizonte) en la que algo y todo puede emerger al ser, no cabe que esté absurdamente encerrada en los límites de ese algo.
La trascendencia no puede insertarse en una existencia singular, siendo como es el estallido, la pura sacudida que rompe y destruye, al fundarla, toda existencia y toda singularidad ; la nada (néant), la obra interna del ser, el movimiento que disuelve toda efectividad y que la hace ser en esta misma disolución. La nada que excava la brecha (eso que hemos llamado horizonte) en la que algo y todo puede emerger al ser, no cabe que esté absurdamente encerrada en los límites de ese algo. Es negando al existente en el sobrepasar hondo y original que es en él la obra de la nada como presta el ser, en la forma de un horizonte de presencia , ayuda y asistencia a ese existente que quiere ser y que pide, por duro que sea, el favor de una protección. El «sujeto» también la necesita, y debe pedirla humildemente. Tampoco hay un sujeto, una única razón, sino muchos espíritus que esperan con paciencia que se cumpla la obra del ser, el trabajo infinito de lo negativo. Sólo se les permite, basándose en ese trabajo que no es el suyo y cuyo fruto recogen como una bendición, pensar las cosas y, si quieren, oír la extraña llamada que sube de ellas y es la del origen. El ser es un acontecimiento impersonal. El existente humano no puede reivindicarlo como suyo. Esta blasfemia es absurda. El sujeto, el espíritu, la persona, la subjetividad no pueden desplegar su existencia, por particular o por privilegiada que sea su estructura, más que sobre el fondo del ser en ellos 1).
Nos hundimos en la contradicción, al mismo tiempo que situamos la problemática en una confusión insuperable, si, a la vez que pretendemos salvaguardar la esencia en su naturaleza íntima, queremos no obstante insertarla en la subjetividad humana y, de hecho, identificarla con ella. La trasposición de los temas centrales de la ontología del ser adentro de una filosofía del cogito sólo puede conducir en realidad a una deformación. Esta deformación, tan grave que merece que la llamemos una falsificación y una desnaturalización, tiene una doble consecuencia: por una parte, la nada, a la que se hace revestir la condición del «sujeto» depone, en realidad, su naturaleza de esencia para convertirse en una mera operación subjetiva. La significación trascendental que se intenta mantener [23] para ella parece no ser a veces más que una última tentativa para escapar del psicologismo. Pero ¿cómo puede la trascendencia evitar indefinidamente la confusión con un acto psicológico, puesto que aparece, de hecho, como la propiedad de un ser determinado? 2) De todas maneras, no se evita la contradicción que hay en asignar a la esencia cuyo nadificar despliega el horizonte del ser, la condición de una realidad particular sometida a este horizonte. El ser, que no puede ser pensado más que sobrepasando el existente singular, sólo paradójicamente puede revestir la naturaleza de tal existente. Por otra parte, ¿cómo el existente singular, aunque sea el sujeto humano, podría ser asimilado a la esencia que despliega el horizonte y que abre el medio del ser? Más bien es dentro de tal medio donde nosotros, y todas las cosas, podemos manifestarnos, como «fenómenos», en la luz del mundo. Debido a que la trascendencia que hace ser el mundo nos sobrepasa radicalmente a nosotros los hombres, al igual que a las cosas, es por lo que podemos pensarnos a nosotros mismos como pensamos las cosas, y captarnos también en nuestra relación con ellas. En cuanto a nosotros, nos está permitido sólo beneficiarnos de la obra del ser y, apoyándonos en la operación interna de la trascendencia, acceder a las cosas de las que ella ha hecho para nosotros «fenómenos» 3).
La subjetividad, por tanto, no es la condición absoluta, e igual que la esencia no queda salvaguardada, sino que, por el contrario, sufre una alteración profunda cuando es pensada como una determinación particular, tampoco se respeta la naturaleza de esta subjetividad cuando se pretende hacerle desempeñar un papel a cuya altura no puede ponerse. La subjetividad no es la esencia: es una vida particular y, como tal, profundamente real. La identificación injustificada con la esencia no puede sino irrealizar tal vida o, mejor dicho, destruirla. Las discusiones relativas al «sustancialismo» espiritual no hacen más que ilustrar la contradicción en la que se sume inevitablemente el idealismo. En la medida en que considera a la subjetividad un fundamento ontológico, la hace deponer por un tiempo su realidad de existente y, si la empresa se revela imposible, busca por lo menos minimizar esta realidad. La subjetividad no será, pues, una sustancia, sino sólo un acto — no un acto propiamente dicho, un acto particular y determinado, sino más bien una actividad en general, una actividad virtual, la posibilidad pura y de suyo vacía de realizar actos de pensamiento; en la medida en que éstos son «reales», sólo pertenecen ya a una «subjetividad empírica», que no hay que confundir con la «subjetividad trascendental». Ésta es la única que puede aspirar al papel de fundamento. El idealismo ya presiente que la significación ontológica de tal fundamento implica el despojamiento de la existencia singular, el abandono de toda realidad efectiva. De modo que vemos cómo la subjetividad del idealismo abandona todo contenido real para no ser más que una «pura forma», la forma «vacía» de un pensamiento en general. A fin de ponerse a la altura del papel ontológico que se le pretende hacer desempeñar, la subjetividad depone todo carácter concreto, deja que mane fuera de ella toda su sustancia y va a perderse en las nubes. Los pensadores subjetivos han denunciado con justicia la disolución de la vida interior en la existencia brumosa del «sujeto constituyente». Tal existencia, que justamente ya no es existencia, es el desenlace lógico de un pensamiento que obedece a este deseo contradictorio: identificar con una realidad singular la condición de toda realidad posible en general 4).
No podemos, en efecto, confundir indefinidamente el fundamento ontológico, pensado por nosotros bajo el título del «ser», con un existente singular. Todas las filosofias que persiguen este ideal quimérico y contradictorio se encuentran tarde o temprano ante el dilema siguiente: o bien abandonar la cuestión del ser, y perderse entonces en la consideración de determinaciones ónticas, haciendo abstracción de lo que debe desempeñar respecto de ellas el papel de una condición de posibilidad, es decir, renunciando finalmente al problema filosófico del fundamento; o bien, permaneciendo a la vez sometidas a la preocupación ontológica que apunta a tal fundamento susceptible de abrir el horizonte dentro del cual pueden manifestarse para nosotros existentes, a título de fenómenos, sustraer de esta condición previa y última al menos a un existente indebidamente privilegiado. Pero en este caso la contradicción no hace sino desplazarse; pues o bien semejante existente se despojará efectivamente de su condición de existente, o bien será incapaz de mantener de hecho el papel que se le pretende hacer desempeñar. Lo que oculta, al menos un instante, tal contradicción es que se mantiene al mismo tiempo a los dos términos incompatibles de la alternativa: por un lado, el existente considerado en su existencia efectiva y singular; por otro, el fundamento mismo, que no puede ser pensado correctamente más que en su transgresión respecto de todo existente. Se esfuerza uno entonces en atenuar esta contradicción despojando al existente de su naturaleza de existente. Se llega tan lejos como es posible por este camino: después de la subjetividad brumosa e «impersonal» del idealismo, se afirma la identidad de la subjetividad y la nada. Afirmación absurda: pues si el ser es la nada, es precisamente porque al extender sobre ella su reino, expulsa de él toda determinación, y en particular la subjetividad. Ésta es pensada, ya se trate del idealismo del XIX o del XX, bajo el título de «campo trascendental». Se le puede declarar «impersonal». Pero en el momento en que se lo encierra en los límites de una existencia singular, se adentra uno en un análisis que ya no es tal 5).
Celle-ci [une existence singulière] revêt, sous le titre de conscience, un double aspect : elle désigne, d’une part, le pouvoir qui déploie l’horizon, l’œuvre même de la transcendance qui constitue originairement, sous la forme d’un tel horizon, la trame pure de toute objectivité possible ; d’autre part, elle est l’existant singulier où s’enracine cette transcendance. Une telle transcendance n’est alors plus rien d’autre qu’un caractère particulier de la conscience, la propriété singulière conformément à laquelle cet existant désigné sous le titre de conscience a reçu le pouvoir de se diriger vers des objets et d’y avoir accès. Ce pouvoir d’accéder aux choses s’ajoute à l’existence préalable du cogito, comme une détermination très remarquable, mais seconde. L’entente ontologique ou pré-ontologique de l’être est dénaturée quand elle devient l’attribut d’une détermination ontique. La transcendance n’est point sauvegardée dans sa signification propre si on l’assimile à un caractère de la conscience. Il ne sert à rien de dire qu’elle en est un caractère fondamental, essentiel, que la conscience est « tout entière » ce « mouvement vers », cette esquisse du monde, qu’un tel projet n’est pas un prédicat qui s’ajouterait synthétiquement à l’existence préalable d’une subjectivité, que c’est la transcendance enfin qui fait la substance même, la subjectivité du sujet : tant que l’être de celui-ci n’a pas été élucidé, on ne sort point du paradoxe qui fait reposer la condition sur le conditionné. Car d’où le sujet peut-il tenir sa substantialité, même si celle-ci n’est rien d’autre que le pur acte de transcender, si ce n’est de l’être lui-même ?
La transcendance ne peut être insérée dans une existence singulière, elle, l’éclatement, le pur ébranlement qui brise et qui détruit, en la fondant, toute existence et toute singularité, qui est le néant, l’œuvre interne de l’être, le mouvement qui dissout toute effectivité et qui la fait être dans cette dissolution même. Le néant qui creuse la trouée (ce que nous avons appelé l’horizon) où quelque chose et toute chose peuvent émerger dans l’être, ne saurait, sans absurdité, être enfermé dans les limites de ce quelque chose. C’est en niant l’existant dans le dépassement originel et foncier qui est en lui l’œuvre du néant que l’être prête, sous la forme d’un horizon de présence, aide et assistance à cet existant qui veut être et qui demande, si dure soit-elle, la faveur d’une protection. De celle-ci le « sujet » a lui aussi besoin, il doit la demander humblement. Aussi bien n’y a-t-il point un sujet, une seule raison, mais bien des esprits qui attendent avec patience que s’accomplisse l’œuvre de l’être, le travail infini du négatif. Permission leur est seulement donnée, en s’appuyant sur ce travail qui n’est pas le leur et dont ils recueillent le fruit comme une bénédiction, de penser les choses et, s’ils le veulent, d’entendre l’étrange appel qui monte d’elles et qui est celui de l’origine. L’être est un événement impersonnel. L’existant humain ne peut le revendiquer comme sien. Son blasphème est une absurdité. Le sujet, l’esprit, la personne, la subjectivité ne peuvent déployer leur existence, si particulière ou si privilégiée qu’en soit la structure, que sur le fond de l’être en eux.
On s’enfonce dans la contradiction, en même temps qu’on place la problématique dans une confusion insurmontable, si, tout en prétendant sauvegarder l’essence dans sa nature intime, on veut cependant l’insérer dans la subjectivité humaine et, en fait, l’identifier avec celle-ci. La transposition des thèmes centraux de l’ontologie de l’être à l’intérieur d’une philosophie du cogito ne peut aboutir, en réalité, qu’à une déformation. Cette déformation, si grave qu’elle mérite d’être appelée par nous une falsification et une dénaturation, a une double conséquence : d’une part, le néant auquel on fait revêtir la condition du « sujet » dépose, en réalité, sa nature d’essence pour devenir une simple opération subjective. La signification transcendantale qu’on essaie de maintenir à celle-ci semble n’être parfois qu’une ultime tentative pour échapper au psychologisme. Mais comment la transcendance pourrait-elle éviter indéfiniment la confusion avec un acte psychologique, puisqu’elle apparaît, en fait, comme la propriété d’un être déterminé ? De toute façon, on n’évite pas la contradiction qu’il y a à assigner à l’essence dont le néantir déploie l’horizon de l’être, la condition d’une réalité particulière soumise à cet horizon. L’être qui ne peut être pensé que dans le dépassement de l’existant singulier ne saurait revêtir que paradoxalement la nature d’un tel existant. Comment, d’autre part, l’existant singulier, fût-il le sujet humain, pourrait-il être assimilé avec l’essence qui déploie l’horizon et qui ouvre le milieu de l’être ? C’est bien plutôt à l’intérieur d’un tel milieu que nous, et toutes les choses, pouvons nous manifester, à titre de « phénomènes », dans la lumière du monde. C’est parce que la transcendance qui fait être le monde nous dépasse radicalement, nous, les hommes, au même titre que les choses, que nous pouvons nous penser nous-mêmes comme nous pensons les choses, et nous saisir aussi dans notre rapport avec elles. Il nous est seulement permis, quant à nous, de bénéficier de l’œuvre de l’être et, en nous appuyant sur l’opération interne de la transcendance, d’accéder aux choses dont elle a fait pour nous des « phénomènes ».
La subjectivité n’est donc pas la condition absolue, et de même que l’essence n’est pas sauvegardée, mais subit au contraire une altération profonde lorsqu’elle est pensée sous le titre d’une détermination particulière, on ne respecte pas non plus la nature de cette subjectivité lorsqu’on prétend lui faire jouer un rôle auquel elle ne peut s’égaler. La subjectivité n’est pas l’essence, elle est une vie particulière et, à ce titre, profondément réelle. L’identification injustifiée avec l’essence ne peut qu’irréaliser une telle vie ou, pour mieux dire, la détruire. Les discussions relatives au « substantialisme » spirituel ne font qu’illustrer la contradiction où s’enfonce inévitablement l’idéalisme. Dans la mesure où il tient la subjectivité pour un fondement ontologique, il lui fait déposer pour un temps sa réalité d’existant et, si l’entreprise se révèle impossible, il cherche du moins à minimiser cette réalité. La subjectivité ne sera donc point une substance, mais seulement un acte, – non pas un acte à proprement parler, un acte particulier et déterminé, mais plutôt une activité en général, une activité virtuelle, la possibilité pure et par elle-même vide d’accomplir des actes de pensée ; dans la mesure où ceux-ci sont « réels », ils n’appartiennent plus qu’à une « subjectivité empirique » qu’il ne faut point confondre avec la « subjectivité transcendantale ». Celle-ci seule peut prétendre au rôle de fondement. Déjà l’idéalisme pressent que la signification ontologique d’un tel fondement implique le dépouillement de l’existence singulière, l’abandon de toute réalité effective. Aussi voit-on la subjectivité de l’idéalisme laisser là tout contenu réel pour n’être plus qu’une « pure forme », la forme « vide » d’une pensée en général. Afin de s’égaler au rôle ontologique qu’on prétend lui faire jouer, la subjectivité dépose tout caractère concret, elle laisse couler hors d’elle toute sa substance et va se perdre dans les nuages. Les penseurs subjectifs ont justement dénoncé la dissolution de la vie intérieure dans l’existence brumeuse du « sujet constituant ». Une telle existence, qui justement n’en est plus une, est l’aboutissement logique d’une pensée qui obéit à ce désir contradictoire : identifier à une réalité singulière la condition de toute réalité possible en général.
On ne peut, en effet, confondre indéfiniment le fondement ontologique pensé par nous sous le titre de l’ « être » avec un existant singulier. Toute philosophie qui poursuit cet idéal chimérique et contradictoire se trouve tôt ou tard placée devant le dilemme suivant : ou bien délaisser la question de l’être, et se perdre alors dans la considération de déterminations ontiques, en faisant abstraction de ce qui doit jouer à leur égard le rôle d’une condition de possibilité, c’est-à-dire en renonçant finalement au problème philosophique du fondement ; ou bien, tout en restant soumise à la préoccupation ontologique qui vise un tel fondement susceptible d’ouvrir l’horizon à l’intérieur duquel des existants peuvent se manifester pour nous, à titre de phénomènes, soustraire du moins un existant indûment privilégié à cette condition préalable et ultime. Mais, dans ce dernier cas, la contradiction ne fait que se déplacer ; car, ou bien un tel existant dépouillera effectivement sa condition d’existant, ou bien il sera incapable de tenir en fait le rôle qu’on prétend lui faire jouer. Ce qui cache, au moins un instant, une telle contradiction, c’est qu’on maintient en même temps les deux termes incompatibles de l’alternative, l’existant envisagé dans son existence effective et singulière, et, d’autre part, le fondement lui-même, qui ne peut être correctement pensé que dans sa transgression à l’égard de tout existant. On s’efforce alors d’atténuer cette contradiction en dépouillant l’existant de sa nature d’existant. On s’avance aussi loin qu’on le peut sur cette voie : après la subjectivité brumeuse et « impersonnelle » de l’idéalisme, on affirme l’identité de la subjectivité et du néant. Affirmation absurde : car si l’être est le néant, c’est justement parce qu’en étendant sur elle son règne, il repousse hors de lui toute détermination, et la subjectivité en particulier. Celle-ci est pensée, qu’il s’agisse de l’idéalisme du XIXe ou de celui du XXe siècle, sous le titre de « champ transcendantal ». On peut déclarer celui-ci « impersonnel ». Mais au moment où on l’enferme dans les limites d’une existence singulière, on s’engage dans une analyse qui n’en est plus une.